Es curioso que en los tiempos en los que los padres varones están más ocupados y preocupados por la educación de sus hijos de lo que lo han estado jamás los padres de anteriores generaciones, surjan intensos debates respecto a quién es más imprescindible para educar a los hijos; o respecto al papel que deben de jugar los padres y las madres en este proceso de la educación de sus hijos.
Parece que lo único que tenemos claro es que para la fecundación hace falta que se encuentren un espermatozoide y un óvulo. Y da lo mismo que el lugar donde se encuentren sea un calentito útero que una fría pipeta.
Parece ser, igualmente, que para ser padres hace falta algo más que ser el dueño del espermatozoide o del óvulo. Ejercer de padres es un compromiso que va más allá del simple intercambio de fluidos y que presupone la intencionalidad de desarrollar comportamientos, emociones y pensamientos que ayuden al hijo a optimizar su desarrollo.
Igualmente, es una realidad que los cambios sociales y culturales han dado lugar a la formación de diferentes modelos de familia y que en todas estas familias se educan hijos.
Que las madres y los padres somos diferentes no genera espacio alguno ni para la duda ni para la polémica. Que las madres y padres tienen los mismos derechos es algo igualmente incuestionable. Que los padres y madres tienen habilidades y capacidad para educar a sus hijos es también cierto.
Educar es una tarea compartida pero compartir es muy diferente a “repartir”. Hay algunos padres que llevan esto del reparto de tareas a tal extremo que yo los llamo “padre o madre de medio culo“, perdonadme la metáfora escatológica pero vendría a ser algo así como si estando los padres en el salón de su casa, comenzara a emanar del pañal de su bebé unos efluvios indicadores de que el proceso de transformación de los alimentos que la criatura ha ingerido ha llegado a su última fase; el padre se levantara a mirar bajo el pañal y le dijera a su pareja “Cariño, el niño se ha cagado en la parte del culo que te corresponde limpiar a ti”.
Colaborar, compartir, apoyar son verbos que ayudan mucho a educar y son verbos que hay que practicar.
Pero es verdad que yo como padre nunca seré como es la madre de mis hijos. Y tampoco quiero serlo.
Me encanta ver la estupenda relación que tienen; me encanta ver los detalles con los que se cuidan entre sí; me encanta que la llamen por teléfono; que le cuenten cosas. Me encanta verlos besarse; discutir; hablar; cocinar; etc. etc.
Yo soy su padre, me siento orgulloso de ellos. Entiendo su estupenda relación con su madre pero no me siento ni marginado, ni postergado, ni perdido en mi rol de padre. No siento envidia, ni siquiera de la “buena”.
Yo soy su padre, no compito con la madre porque yo les doy a mis hijos lo que como padre les puedo dar, mi ejemplo (para bien y para mal), mi cariño incondicional, mi compromiso.
Eso es lo que siembro en ellos, lo que un padre y una madre siembran queda guardado para siempre. Una manera de relacionarse, una forma de comunicación que es exclusiva entre el padre y cada uno de sus hijos, entre la madre y cada uno de sus hijos. Una relación que forja profundas raíces reales e imaginarias.
No, como padre nunca seré como una madre. Pero te recuerdo que esto de educar no es una competición, ni un concurso. Sencillamente un compromiso, un acto de generosidad, en el que día a día tengo la oportunidad de intentar hacerlo cada vez un poco mejor.
Uno puede vivir, desarrollarse, cuidado por su padre y su madre. Pero también puede vivir cuidado sólo por su padre o solo por su madre. Y también puede uno desarrollarse, vivir, cuidado por alguien que no sea ni su padre ni su madre.
Lo que es más difícil es poder vivir, desarrollarse, sin que alguien te cuide, sin que alguien te quiera, sin que alguien siembre en ti el recuerdo de un padre, el recuerdo de una madre.
Al final eso es lo importante, confiar, confiar en que los que quieren a sus hijos, sean padres, madres, abuelos, padres biológicos o padres adoptivos, son capaces de cuidar a sus hijos de la misma manera en la que tú lo harías.
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